El caso Venezuela Aid Live V.2
En aras del rigor, y como diría mi querido Mateo, me he violentado escuchando la mayor cantidad de intervenciones musicales de Venezuela Aid Live. Perdónenme si algo se me escapó, pero es que hace falta coraje para escucharlas en detalle. A quien se pregunte qué debe pasarle a uno para someterse a tremenda brutalidad, bien, se debe a una hipótesis que me asaltó desde el anuncio del evento: ¿y es que acaso estos entretenedores* alguna vez han expuesto su ser político en su producción musical como para verle sentido a su participación en un evento como éste?
Después de varios “Venezuela” ocupando el lugar de las declaraciones de amor por defecto, solo he terminado por confirmar mi sospecha: la música de la industria que apoya este tipo de conciertos, es evidencia de que entre menos se hable de política más fácil circula el producto. ¡Y vea usted de paso lo conveniente que termina siendo ese vacío a la hora de movilizar masas para causas políticas! Sin embargo, así resultara en una convocatoria masiva, la verdad es que careció de agencia. No hubo un Maduro atrincherado, como muchos dicen; no entró la inofensiva y tergiversada ayuda humanitaria; no alimentó el debate con argumentos ni problematización alrededor de lo contingente.
A pesar de esto, creo que podríamos sentirnos tentados a justificar la vacuidad de esos entretenedores en tanto reflejo o proyección de nuestras vidas productivas. Es decir, repetirnos hasta la convicción que a la larga quién es uno para criticarlos cuando en la cotidianidad laboral, tecleando frente a esa pantalla o corriendo de un lado a otro en esos proyectos en que uno decidió gastarse la vida, tampoco es que intente meterle política al asunto. Entonces mejor no exigir mucho, seguir consumiendo, aplaudirles el paseo hasta la frontera y, en consecuencia, evitar desestabilizarnos a nosotros mismos. Así queda demostrada aquella máxima del comportamiento político que Hannah Arendt advirtiera hace décadas para ver si algún día espabilamos: en donde todos somos culpables, nadie es culpable.
“¡Que produzcan música sin política porque yo produzco software sin política, comida sin política, dicto clases sin política, hago publicidad sin política, soy chofer sin política, hago muebles sin política, construyo edificios sin política… y soy alcalde y presidente sin política y entre más lo diga, más votarán por mí todos trabajadores sin política!” Así es y nos sentimos orgullosos. Creemos que hemos llegado al punto culmen de la evolución humana: el Homo Tecnocraticus, un ser que hizo del creer que es capaz de despojarse de lo político, la mayor ideología de nuestros tiempos.
Regresemos a la música para contarles algo que me pasó con uno de los entretenedores que hizo parte de este concierto en la frontera: el 15 de diciembre pasado, Carlos Vives, el mismo que ya no arrisca a bailar y cantar afinado al tiempo, pasó por Bogotá en su gira “Campaña Libertadora”. Allá estábamos con Laura bailándolo, escuchándolo y gozándonoslo entre gente que “menos mal pagó la boleta cara porque terrible estar desde el mediodía haciendo fila para no quedar en la mierda”, y que charlaba orgullosa sobre su entorno laboral no político: que cuál es el rostro de la próxima campaña para yogures light, que Catalina Aristizábal podría ser, aunque ella seguro no tomaba leche, entonces tal vez mejor que fuera Paulina Vega, pero ni idea si seguía con Falabella.
De repente el entretenedor nos invitó a felicitar con un aplauso a los estudiantes por la lucha a favor de la educación pública —recordarán que, por esos días, la protesta estudiantil de las universidades públicas colombianas alcanzaba su punto de mayor fuerza—. Yo, que nunca esperé encontrarme con algo así en ese lugar y entre esos asistentes, levanté los brazos junto con Laura para aplaudir y gritar “¡bravo!”, como si lo que estuviera viviendo fuera revelación de una realidad que deliberadamente me había dedicado a negar. Sentí por un momento que había sido injusto con los que detrás de mí conversaban y quise girarme y disculparme por ser tan superficial, por no poder ver que tras del yogur dietético había un esbelto abdomen que da de comer a humildes familias o que incluso oculto en una canción cantada junto a Yatra había reflexión sobre el statu quo o sobre el papel que la educación pública juega en una sociedad tan injusta e inequitativa como la nuestra.
Un par de segundos aplaudiendo fueron suficientes para notar que, en unas quinientas personas a la redonda, éramos los únicos emocionados. No obstante, perseveramos en nuestro aplauso mientras logramos atisbar algún otro par de brazos alzados en la distancia y unos cuantos más en la gradería, seguramente de personas que habían tenido que hacer fila desde el mediodía para poder encontrar buen puesto.
Lo que veo ahora en los videos es que en la frontera se dio el caso contrario: aplausos por doquier, aun cuando Vives nunca manifestara algo concreto más allá de un profundo amor por los hermanos venezolanos y su patria.
La provocación en este caso, es que sirve de ejemplo para hablar de aquel argumento tan popular —usualmente esgrimido en primera persona— sobre que uno no es de uno ni de otro lado, sino que está lleno de matices y manifestaciones diversas. Así las cosas, es apenas normal que Carlos Vives manifieste su apoyo a diferentes causas políticas que, para lo acá mencionado, responden a costados políticos bien distintos, e incluso uno podría asumir, dado que el público en Cúcuta y Bogotá tenía prácticamente la misma inclinación política, que el hecho de no haber sido abucheado en Bogotá fue toda una demostración de lo demócrata que es un auditorio conservador en Colombia. Pero eso sería creer que dicho auditorio estaba en las mismas condiciones en ambos casos y desde luego que no.
Lo que les diferenciaba era que en la frontera el auditorio tenía plena conciencia del tipo de manifestaciones políticas que allí se harían. No por los contenidos de la música de los entretenedores que allá se iban a presentar, claramente, sino porque el del evento llenaba con facilidad los vacíos de las producciones deliberada y aspiracionalmente despolitizadas de sus participantes.
Por tanto, lo que vi en Bogotá no fue evidencia indiscutible de un público respetuoso de la libertad de expresión sino, más bien, de un auditorio cogido desprevenido por completo —creo no equivocarme al decir que nadie, ni a favor ni en contra, se lo esperaba—, pero, sobre todo, de lo irrelevante que es para un público —y para sus padrinos ideológicos— ver a su artista intentar recuperar la voz política que erradicó en su obra.
En un artículo de la Revista Semana en que Alejandro Pérez reseñó el concierto de Roger Waters en Bogotá semanas antes del de Carlos Vives, decía: “Solo un artista de su talla puede dedicar su enorme plataforma para comunicar, desde la música, el enojo, la denuncia, lo que es ser humano y lo que conlleva; tomar la decisión de estar del lado de los derechos humanos o no”. Bonitas palabras para elogiar pero me permito discrepar. Esa posibilidad no es consecuencia de la talla. Esa posibilidad se da es en el arte, abordando lo político desde la voz, y por eso se le da a un Waters, a un Serrat o a un Edson Velandia por igual, y no a un Maluma, Carlos Baute, Paulina Rubio, Carlos Vives y demás entretenedores. Y la demostración está en que estos últimos, por enorme que fuera la plataforma, carecieron por completo de agencia.
No se me confundan. No escribo esto como crítica constructiva para fortalecer las movidas políticas beligerantes contra el gobierno venezolano. Lo hago más bien para que no se nos escape a los movimientos progresistas y de vanguardia este cuartico de hora en que el statu quo más se regocija en la promoción de una despolitización que todavía consideran valiosa.
*Cada que uno de estos cantantes se hace llamar a sí mismos artistas, echo de menos la existencia de un equivalente en castellano del entertainer. En ese sentido, he optado por llamarlos entretenedores.